Las escuelas normales han sido, desde sus orígenes, un pilar fundamental en la formación del magisterio nacional.
La educación pública mexicana enfrenta un nuevo punto de inflexión. Desde la promulgación del decreto que modificó los artículos 3.º, 31 y 73 de la Constitución en mayo de 2019, la Nueva Escuela Mexicana (NEM) ha delineado una ruta ambiciosa. Su propósito: garantizar el derecho a una educación integral, inclusiva y de excelencia desde la primera infancia hasta la educación superior. Pero este nuevo paradigma no podrá consolidarse sin una profunda reconfiguración del sistema que forma a sus futuros docentes: las escuelas normales. En un contexto marcado por rezagos históricos, tensiones ideológicas, recursos limitados y escasa vinculación con otros niveles educativos, la pregunta que cobra cada vez más fuerza es: ¿es necesaria una Nueva Escuela Normal para hacer posible la NEM?
Las escuelas normales han sido, desde sus orígenes, un pilar fundamental en la formación del magisterio nacional. Sin embargo, diversos especialistas coinciden en que este subsistema educativo ha permanecido demasiado tiempo atrapado en inercias institucionales. Las críticas, muchas de ellas vigentes desde hace más de cuatro décadas, apuntan a deficiencias en sus planes de estudio, prácticas docentes anquilosadas, desvinculación con la investigación y desarticulación con el resto del sistema educativo.
A pesar de su diversidad institucional —que incluye normales rurales, urbanas, indígenas e interculturales—, el normalismo mexicano continúa siendo percibido como un “sistema cerrado” que, como advirtiera Fernando Solana en los años ochenta, funciona con escasa innovación, bajo estímulo académico y una preocupante falta de vinculación con otras instituciones de educación superior, tanto nacionales como internacionales.